El amor al trabajo distinguió a Eugenio George Lafita. Apegado a su imperecedera y magistral obra, aun retirado de las canchas, continuó asistiendo a la Escuela Nacional de Voleibol, para ayudar y revivir hazañas deportivas, hasta que su salud se lo permitió.
Maestro de la jarana, intransigente y comprensivo a la vez; aparentemente callado, «el gurú», como le llamaban, fue un locuaz conversador. Si llegabas al gimnasio del Cerro Pelado, en el que entrenó por muchos años, al instante –sin apartar la vista de lo que acontecía en el tabloncillo– propiciaba una amena conversación.
«No escondo lo que hago, realizo una preparación intensiva, repitiendo los ejercicios hasta que salgan bien. La dinámica de la dirección nace cuando las voleibolistas llegan por primera vez al terreno, sin improvisación, y la validez del plan de adiestramiento asumido deberá confirmarse en el resultado de la competencia», dijo, cuando le pregunté dónde radicaba el secreto de su éxito.
El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, en una nota publicada en este diario, el 2 de junio de 2014, con motivo del deceso de Eugenio, lo definió así: «Un destacado especialista en el área deportiva, quien llevó al equipo femenino de voleibol de Cuba a los más altos sitiales de ese deporte en el mundo».
Ganó los Juegos Olímpicos de Barcelona-1992, Atlanta-1996 y Sydney-2000; fue bronce de Atenas-2004, a lo que sumó los cetros del Campeonato Mundial de la Unión Soviética, en 1978; y en Brasil-1994. Además, lideró cuatro Copas del Mundo en tierras niponas, varios Grand Prix, certámenes Norceca, entre otros lauros Centroamericanos y del Caribe y en Juegos Panamericanos.
La vida no le dio hijos, junto a Graciela González (Chela), su esposa durante más de 40 años, jefa de la comisión técnica. Eran tantos sus queridos voleibolistas, que llenaban esa ausencia, hembras y varones a quienes aconsejaba, les enseñaba técnicas y mañas del deporte, forjando a seres de bien. Fue, en esencia, un comprometido educador.
Después de las valoraciones de un partido en colectivo, ninguna de las voleibolistas quería pagar con una «mañanita», por no haber rendido lo esperado. A veces el correctivo era para todo el elenco. Había que levantarse de madrugada y, en el pasillo del hotel en el que se hospedaban en cualquier evento internacional, realizaban ejercicios de casi una hora, previo al desayuno. Después, al entrenamiento, con tareas específicas para mejorar el resultado.
Eugenio disfrutaba y sufría cada juego. Apenas dormía en los torneos, aquejado de una severa enfermedad respiratoria que precisaba, en ocasiones, compartir la habitación con el médico del elenco, sin dejar de revisar los rendimientos individuales y del seleccionado.
Perder un desafío era una afrenta, pues insistía en que todos en la Patria estaban pendientes. A las reuniones técnicas iba con un certero análisis, eran sesiones intensas en las que, en su intervención, hasta se le escapaba una mala palabra. Al rato, disparaba una jarana, con el brazo por encima del hombro de la criticada, y un beso paternal.
El amor y respeto que sentían por él sus muchachas lo demostraron en la primavera de 1987. Seguido del vuelo Habana-Beijing, de un traslado posterior en tren, y después en ómnibus, accedieron a jugar contra el plantel chino, para complacer al público que aguardaba durante horas por ellas.
Sus méritos lo llevaron a ser el Mejor Entrenador de equipo femenino del siglo xx, y exaltado al Salón de la Fama. Durante más de 30 años dirigió a las Espectaculares Morenas del Caribe, y fue reconocido como Héroe del Trabajo, comisionado nacional de voleibol, director de la Comisión Técnica y de Entrenadores del Norceca.
Principal artífice de la escuela cubana de este deporte, que lo vio ascender desde sus tiempos de aprendizaje frente a escuadras de Japón (las Niñas Magas del Oriente), en la década de los 70 del siglo pasado.
Eugenio George Laffita vio la luz el 29 de marzo de 1935, hace hoy 90 años, en la ciudad de Baracoa, la que siempre llevó, como al voleibol, en su corazón.