
–Muchas gracias, Mirta. ¿Quisiera compartirnos algo más?
–¡Qué va!, si ha sido tremendo cuéntame tu vida.
Y se echa a reír sonoramente, como tantas veces a lo largo de la entrevista. Mirta Ibarra (San José de las Lajas, 1946) es una mujer que sabe reír.
Junto al café, y tras hablar de otras muchas pequeñas cosas de la cotidianidad, la actriz, dramaturga y realizadora nos hace un último regalo. Toma unas hojas escritas a mano –así escribe, siempre, luego pasa a máquina– y lee sus palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Cine 2025.
Allí, en la sala de su hogar, aquellas confesiones que compartiera días atrás en la ceremonia de entrega adquieren una resonancia especial:
«Mi vida ha estado llena de añoranza, silencio, recuerdos, desapariciones y miedo…»
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La belleza de Mirta es magnética, así como su personalidad. Nadie puede quedar indiferente ante el modo en que se prepara para enfrentar las preguntas y la cámara, pero sin crear un muro que le oculte las esencias. Entre el libro a medio leer, las fotos familiares, los carteles de películas en los que su rostro asoma, confirma que ella ha sido, siempre, artista.
«Me gustaba mucho bailar, me compraron unas castañuelas y me ponía frente al televisor para que la gente me mirara a mí. Llegó un momento en que mi madre las escondió porque no podía más. A los cinco años recitaba en el Liceo».
–Pero también era rebelde…
–Eso sí, muy rebelde. Por eso fui alfabetizadora, porque mis padres no querían. Por eso me metí en la escuela de arte, porque mis padres no querían; tenían una mala opinión de los artistas, en esa época había muchos prejuicios. Y siempre impuse mi criterio. Eso ha sido toda la vida: no importa el lugar, no importa si no piensan como yo, he sido muy honesta sobre lo que pienso.
–¿Y a dónde fue a alfabetizar?
–A Mayarí Abajo. Pedí que fuera en Oriente, bien lejos, para tener esa absoluta libertad que andaba buscando desde niña. Aprendí tanto de ellos, creo que mucho más que ellos de mí. Me catapultó de la adolescencia a la madurez. La persona que me mandaron a alfabetizar me botó tres veces de la casa, porque no quería aprender y no iba a alimentar otra boca. Por último, dijo: “Bueno, que se quede, pero ella se va a ganar su comida”.
«Me levantaba a las cinco de la mañana para ir a recoger café. A veces hacía una lata, lata y media, que eran, creo, 50 centavos. Los haitianos recogían 15, 20, 25. Pero con eso la bodega nos fiaba. Ella aprendió a leer y a escribir, y le hizo una carta a Fidel».
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«Me he refugiado en el arte para paliar mis angustias y el sentimiento de soledad…
«Cuando llegué a la escuela de arte hice examen para danza también. Lo aprobé, pero me dijeron que a la edad que tenía ya no era conveniente empezar. Entonces hice actuación, porque también me gustaba».
Así llegó la que fuera Estrella del Carnaval de su pueblo –algo que por mucho tiempo ocultó porque le parecía cursi– al poderoso mundo de los escenarios. Lo primero fue el teatro, estuvo en casi todos los grupos importantes: Estudio, El Público, Bertolt Brecht…
Tras vivir unos años en Francia, junto a su hijo y a quien era en ese entonces su esposo, decidió volver a Cuba, porque «extrañaba mucho a la gente. También estaba la cosa de la Revolución, me sentía en aquel momento una privilegiada, y esa manera del cubano de ser tan hospitalario; creo que, aunque estamos pasando por momentos difíciles, aún la gente en Cuba es solidaria. Regreso a hacer teatro nuevamente y me reencuentro con Titón».
Sería el inicio de una historia de amor con Tomás Gutiérrez Alea que duró 23 años, hasta su muerte. Antes habían tenido un desencuentro en una fiesta, y ella se había negado a la oferta suya de un papel porque implicaba un desnudo, «¡imagínate, en aquella época!».
De la mano de Titón llegó al cine. En La última cena (1976) interpretó a la mayorala, un pequeño personaje; y su primer protagónico fue en Hasta cierto punto (1983). Para este último filme, Mirta todavía tenía reservas acerca de si su compañero podría tratarla como a cualquier otra actriz.
«Estábamos rodando una escena en el Habana Libre, y le pido otra toma. Él me contestó: “No, esta toma está perfecta”. Insistí y se negó. Bueno, me entró un ataque de llanto. Me fui para el baño, se me corrió el maquillaje… un desastre.
«Lo interesante fue que cuando llegamos aquí a la cocina, él me dijo: “Mira, Mirta, confía en mí que estás de premio”». Con esa interpretación ganó el Coral a la mejor actuación femenina. «De ahí en adelante tuve una confianza absoluta en lo que me dijera.
«Para mí él es el paradigma de director, y no porque haya sido mi esposo, sino por la manera de trabajar a los actores, meticuloso, pero les daba libertad para el movimiento. Mandaba a moverse a los actores y después a que la cámara los siguiera».
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«Puedo decir que soy una mujer cultivada en las adversidades y las bonanzas de la vida, que nunca me he permitido que la apatía o la desesperanza invadan mi ser».
Con Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991) llegó el personaje de Nancy, que continuó en el hito de 1993, Fresa y Chocolate, de Juan Carlos Tabío y Titón, y que le valió otro Coral, esa vez como actriz secundaria: «A veces uno busca en el guion el personaje, pero otras has conocido a alguien que se le parece mucho.
«En este caso yo había conocido a alguien así. Nancy es muy voluble, y eso pasa cuando se tiene un equilibrio muy precario: lo mismo se te echa a llorar, que les pide a los santos, que dice que se va a suicidar, se corta las venas…».
–Mientras hacían Fresa y chocolate ¿tenían conciencia de la obra de arte que estaban creando?
–Honestamente, creo que no. Titón sí pensaba que estaba haciendo algo importante, Bueno, nosotros también, que era transgresora, que iba a marcar una pauta, abrir camino, romper tabúes y prejuicios, pero no la repercusión internacional que tuvo.
–Después de su paso por el teatro, la televisión, el cine, ¿cuál prefiere?
–El cine, porque tiene una trascendencia mayor y puedes criticar tu trabajo.
Otra mujer, Guantanamera, Fátima, Se vende, El cuerno de la abundancia, Bailando con Margot… son algunos de los títulos que aparecen cuando habla de momentos entrañables en el séptimo arte. Su más reciente trabajo es el filme Neurótica Anónima, con guion y protagónico suyo, y dirigido por su amigo Jorge Perugorría. Ahora está escribiendo el guion para una comedia.
–¿Y el Premio?
–Lo recibí con sorpresa porque no lo esperaba este año. Ha sido muy lindo, sobre todo por el amor que he sentido de la gente en la calle. No hay una persona que pase a mi lado que no me diga, «felicidades».
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«Soy una mujer optimista, luchadora, que he vivido intensamente y que espera que se le alargue el tiempo para seguir creando».
A punto estamos de irnos. Hablamos de su hermana y de su hermano.
–Soy la más chiquita, pero voy para 80 años…
–Pero ha sido una vida hermosa, bien vivida, como se dice– apunta la fotorreportera.
Mirta asiente. Otra vez, sonríe.